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Perucho Figueredo: Más allá de La Bayamesa

  • Fecha de publicación: 17 Agosto 2020
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Perucho Figueredo
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Cubadebate

El día de su muerte, Perucho Figueredo no se parecía a ninguna de las imágenes que de él conserva la historia. Vestía un pantalón de dril crudo, una camisa sin arreglar y unos zapatos viejos que solo le servían para proteger las úlceras en sus pies del polvo y la suciedad.

Apenas podía permanecer erguido y aun menos caminar, pero detrás de aquella barba enmarañada y la extrema delgadez de los días finales, todavía era el ilustre redentor que lo cambió todo por tener Patria.

Creador del Himno Nacional de Cuba, Perucho es figura central para entender los complejos años del inicio de nuestras guerras de independencia. Conspirador, poeta, abogado, músico y mambí, su estirpe va mucho más allá de la composición de La Bayamesa, aunque ese será su sello inmutable.

A 150 años de su fusilamiento, el 17 de agosto de 1870, su figura permanece rodeada de un halo de gloria, pero también de la mística que siempre desprenden los símbolos de una época.

“A la gloria o al cadalso”

Aunque su nombre completo era Pedro Felipe Figueredo Cisneros, los conocidos siempre le dijeron Perucho. Desde su nacimiento, el miércoles 18 de febrero de 1818, sus padres Ángel Figueredo y Eulalia Cisneros le garantizaron una educación de rigor y una formación ejemplar, pero nunca dejó de ser el mismo muchacho sencillo que deslumbró a Bayamo con talento y lo sedujo con hidalguía.

Para los grandes hacendados del Valle del Cauto, esa primera mitad del siglo XIX representó una época de contradicciones entre el viejo orden de cosas y las primeras luces por alcanzar una independencia de España. En las mejores casas de Bayamo o Manzanillo, las distintas corrientes políticas que bullían en el país a menudo se cruzaban con una vida cultural que reforzaba el amor por el terruño. Alejadas a cientos de kilómetros del centro político de la colonia, en aquellas viviendas poco a poco nacía la nacionalidad cubana.

Perucho vivió en el centro de esos debates y poco a poco se le hicieron habituales. La música, el teatro y la poesía, tampoco le fueron ajenas. Según el patriota Fernando Figueredo, las “frecuentes excursiones campestres, sus atrevidas correrías por la ciudad y sus contornos, acompañado de niños de su edad”, fortalecieron su cuerpo. La mayoría de esas andanzas las compartió con otro muchacho que marcaría su vida: Carlos Manuel de Céspedes.

Apenas un año menor que él y con sus casas separadas a solo 80 metros, el futuro Padre de la Patria aparece como el gran amigo de Perucho durante todos esos años. Inseparables y atrevidos, el primero representaba el ímpetu, el segundo la meditación.

Ambos estudian en las mismas escuelas e irán a La Habana a continuar su formación. Solo durante cada verano, gozan de pocas semanas para visitar a los suyos al otro lado de la Isla. En la capital, la elegancia y rebeldía le ganaron a Perucho el sobrenombre de “gallito bayamés”; en su tierra natal, seguía como el mismo joven prometedor que representa el orgullo de la familia.

Apenas un pequeño descanso y otra vez el viaje. El destino ahora es la metrópoli; el objetivo: conseguir el título de Abogado del Reino. De nuevo Carlos Manuel lo acompaña.

En Europa ambos entran de lleno en la política y ven de cerca las contradicciones en la sede del reino. Una vez graduados, recorren varias ciudades del continente y comprueban el atraso de Cuba respecto a algunas ideas liberales existentes en aquellas urbes. El viaje es esclarecedor y decisivo. Cuando regresan a Bayamo ya no son los mismos, pero aun no llega la hora de la independencia de Cuba.

Céspedes por fin puede disfrutar de su primogénito, mientras Perucho se casa con Isabel Vázquez y Moreno, la mujer que le dará once hijos y lo acompañará durante toda la vida. Ante la corrupción y las arbitrariedades judiciales, decide no ejercer la abogacía, pero nunca se aparta de la realidad del país.

En 1851 Pedro funda junto a Carlos Manuel la Sociedad La Filarmónica, un centro cultural que logró nuclear a hombres como Juan Clemente Zenea, José Fornaris y José Joaquín Palma. Entonces las asociaciones políticas estaban prohibidas en Cuba y espacios como este eran oportunidades no solo para el fomento del arte, sino también para compartir ideas sobre los destinos del país.

La situación en la Isla no es sencilla y a principios de la década de 1850 varios señalados como posibles infidentes —entre ellos Carlos Manuel de Céspedes— son obligados a abandonar Bayamo. Ante el peligro de una deportación, Perucho marcha a La Habana y allí trabaja como abogado, mientras participa en la publicación de periódicos y revistas con posturas críticas a España.

Tiene 38 años y está en la plenitud de su vida cuando en 1856 fallece su padre y él hereda una parte de las propiedades. Dos años después regresa a Bayamo y funda el ingenio Las Mangas, el primero de ese territorio movido por una máquina de vapor. Asimismo, vuelve a los salones culturales más relevantes y participa en distintos proyectos para el desarrollo de la ciudad. Sin embargo, ya tiene el signo indeleble de la rebeldía.

Luego de enviar una carta al Gobernador de la Isla quejándose de la ineficacia del nuevo alcalde bayamés, el poder colonial lo condena a 14 meses de arresto domiciliario, aunque luego le reducen la sanción por su buena conducta.

En su casa lo mismo estudia música que estrategia militar, escribe ensayos, toca el piano y mantiene correspondencia secreta con Carlos Manuel. Luego de cumplir el castigo, su mansión acoge a quienes pensaban que Cuba no podría vivir más tiempo bajo el dominio español. El periodista cubano Pedro Antonio García rescata una descripción precisa del Perucho de esos años.

“Alto, delgado, de cuerpo esbelto y elegantes formas, de andar precipitado, aunque airoso y agraciado. Hombre cultísimo, de carácter dulce y comunicativo, siempre le acompañaba una sonrisa. Miope, necesitaba de los lentes constantemente. Educó a sus hijos, sin distinción de sexo, en la literatura y la música. Sus amistades bayamesas solían disfrutar las veladas en su casa, donde padre y retoños resaltaban por su talento”.

En medio de ese panorama, en 1867 España anuncia un nuevo impuesto para toda la producción agrícola de la Isla. Dentro de una amplia lista de trabas, es la provocación final para inflamar las ideas independentistas. 

El 13 de agosto de ese año ocurre otro suceso trascendental, esta vez en la propia casa de Perucho. Él, junto a Aguilera y Maceo Osorio, encabezan una reunión con más de 60 patriotas de la zona y acuerdan constituir el Comité Revolucionario de Bayamo. Nombran a Francisco Vicente como Presidente y a Pedro como Vocal. Deciden extender los trabajos conspirativos a otros puntos del país.

Aquel encuentro es histórico. Cuando ya todo está decidido, Francisco Maceo le pide a Perucho que componga un himno similar a La Marsellesa. El patriota no lo dudó y esa misma madrugada, sentado en su piano, nació la música de La Bayamesa, la melodía que desde entonces marca los momentos gloriosos y tristes de la Isla.

En mayo 1868 el músico Manuel Muñoz realizó la orquestación y un mes después los bayameses lograron que el mismísimo gobernador español Julián Udaeta la escuchara al finalizar la misa por la celebración del Corpus Christi. El ibérico sospechó que aquella no era una melodía religiosa, pero con sangre fría Perucho lo desarmó: “no me equivoco al asegurar, como aseguro, que no es usted músico. Por lo tanto, nada lo autoriza a decirme que ese es un canto patriota”.

Semanas después Perucho asiste a otro momento capital para el inicio de la Revolución. Es 4 de agosto y en la primera reunión general de los conspiradores, efectuada en la finca San Miguel del Rompe, Céspedes se muestra como el líder que ya es: “El poder de España está caduco y carcomido. Si aun nos parece fuerte y grande, es porque hace más de tres siglos lo contemplamos de rodillas. ¡Levantémonos!”.

El alzamiento se fijó para el 14 de octubre, pero el día 8 España le solicita al gobernador de Bayamo la detención de los principales conspiradores. La Revolución no puede esperar.

Dos días después se escucha en La Demajagua el grito de “independencia o muerte” y dos jornadas más tarde Perucho se subleva en Las Mangas. Una comisión intenta persuadirlo, pero recibe una respuesta atronadora: “¡Yo me uniré a Céspedes y con él marcharé a la gloria o al cadalso!”. Ha comenzado la Guerra de los Diez Años.

“Al combate corred bayameses…”

Según el testimonio de Candelaria Figueredo —cuarta hija de Perucho y conocida como Canducha—, el 18 de octubre su padre organiza una pequeña tropa y parten a tomar la ciudad de Bayamo. La noche antes, durante la comida, nace otro símbolo del levantamiento independentista: la abanderada de la Revolución.

“A la sazón se le ocurrió decir a [Joaquín] Agüero: «Para que nuestro triunfo fuera completo no nos hace falta más que una valiente cubana que fuera nuestra abanderada». Papá enseguida se puso de pie y exclamó: «Mi hija Candelaria se atreve». Aun no había concluido de decirlo cuando con delirante entusiasmo fui proclamada Abanderada de la División Bayamesa”.

Con ella al frente la tropa llegó hasta las puertas de la ciudad. La imagen de Canducha todavía emociona: vestido blanco de amazona, gorro frigio punzó, una banda tricolor sobre el pecho, la bandera ondeando al aire y flanqueada por uno de los hijos de Carlos Manuel. Es la figura romántica de la Revolución.

“Bayamo entera nos esperaba, y apenas nos divisaron, fuimos saludados con vivas entusiastas y atronadores. Entonces papá me dijo: «Flota la bandera», y así lo hice dando un entusiasta grito de ¡Viva Cuba Libre!, respondiendo el pueblo con ensordecedores gritos y vivas a la bandera y a su abanderada”.

Con tal apoyo popular la ciudad cayó el 20 de octubre. La celebración se concentró alrededor de la plaza de la Iglesia Mayor y allí tuvo lugar otro instante crucial. Los hijos pródigos de Bayamo regresaban para liberarla, la alegría era enorme, y el pueblo le pide a Perucho la letra de aquella marcha patriótica que desde hacía meses circulaba en la urbe y ahora tarareaban públicamente.

La tradición popular siempre cuenta igual ese momento. En medio del vocerío y las arengas, Perucho tomó papel y lápiz, cruzó la pierna sobre su caballo y copió los versos que meses antes ya conocían unos pocos y discretos allegados: “Al combate corred bayameses, que la Patria os contempla orgullosa”, comenzaba aquella canción delirante. En pocos minutos todo el pueblo la cantaba a viva voz.

Céspedes nombra a Pedro como Jefe del Estado Mayor de las fuerzas mambisas y le otorga el grado de Mayor General. Algunos días después, el Padre de la Patria asumiría el título provisional de Capitán General del Ejército Libertador de Cuba, en una jornada donde un coro de 12 muchachas —seis blancas y seis negras— nuevamente entonó el actual Himno Nacional.

Casi enseguida Perucho toma parte en algunas ediciones del periódico El Cubano Libre, el primero creado por los mambises durante la guerra. A su vez, participa en la reorganización de la ciudad bajo las leyes mambisas y contribuye a sostenerla como la capital de la República en Armas.

Así estuvo durante 83 días, hasta que el 12 de enero de 1869 las tropas dirigidas por Blas de Villate —el terrible Conde de Valmaseda— obligaron a sus pobladores a tomar una decisión trascendental.

Ante el anuncio de la derrota de Donato Mármol en el paso de El Saladillo y el inevitable avance de los soldados españoles hacia Bayamo, Perucho encabezó una reunión en el Ayuntamiento para decidir los próximos pasos. Más de una hora duró el debate, hasta que el Gobernador Joaquín Acosta resolvió el asunto.

“Bayameses, ante la desgracia que palpamos y los horrores que se avecinan, solo hay una resolución: ¡Prendámosle fuego al pueblo! ¡Que las cenizas de nuestros hogares le digan al mundo de la firmeza de nuestra resolución de libertarnos de la tiranía de España! ¡Que arda la ciudad antes de someterla de nuevo al yugo del tirano!”.

A las cinco de la mañana se consuma el hecho. Como si se despidiera de grandes amigos, Pedro pone sus papeles dentro de sus dos pianos y les prende fuego. Las llamas también destruirán los muebles y las ropas de la familia. Más de 1200 casas desaparecen y alrededor de miles de personas salen de la ciudad. Las llamas tardan varios días en apagarse. Desde lejos Canducha observa la escena.

“El cielo estaba rojo; al verlo mamá dijo: «Parece un gran incendio», y papá, suspirando, contestó: «En efecto, es un gran incendio; es nuestro querido Bayamo». Todas empezamos a llorar, pero todas convinimos que era preferible verla pasto de las llamas que en posesión de nuestros enemigos”.

Perucho y toda su familia se internan en los montes de Jobabo, en territorio de Las Tunas. Su propia hija recuerda que “desde entonces empezamos a sufrir mil vicisitudes”, aunque reconoce que en ese año encontraron protección y alimentos en algunas fincas de la zona, propiedades de Luis Figueredo, uno de los primos de Pedro.

En abril de aquel año los principales líderes de la Revolución se reúnen en Guáimaro para intentar organizar la lucha. Entonces existían tres zonas del país en la guerra, con tres jefaturas diferentes e igual cantidad de mandos militares. De allí Céspedes sale como Presidente de la República en Armas y Perucho recibe el cargo de Subsecretario de la Guerra, pero perseguido por los españoles, en un territorio casi desconocido y con escasos ayudantes, poco puede hacer.     

En diciembre de ese mismo año la Cámara de Representantes destituye al Mayor General Manuel de Quesada como máximo jefe del Ejército Libertador. Perucho no está de acuerdo y él mismo dimite, pero Carlos Manuel no acepta su renuncia. Aunque no volvió a ejercer sus funciones, Figueredo continuó formalmente en el cargo hasta su muerte.

Esa es una de las grandes incógnitas de la vida de Perucho. ¿Por qué un hombre clave en el inicio de la Revolución pasa año y medio prácticamente aislado en los montes? ¿Por qué no hace contacto con Céspedes, no reasume el cargo o marcha a la región de Camagüey? ¿Qué lo impulsa a permanecer en una huida constante de las tropas españolas, aun cuando tanto en las regiones de Holguín, Bayamo, Manzanillo y Las Tunas, existen patriotas en armas a los cuales puede unirse?

El 18 de junio de 1870 un batallón enemigo ataca el campamento de Luis Figueredo en la región holguinera de El Mijial. Casi de milagro logran escapar la esposa y las hijas. Tras varias semanas en la manigua, todas llegan a la finca Santa Rosa de Cabaniguao, en Las Tunas.

Pedro no sabe dónde está su familia y tras una larga marcha solo puede reunirse con ellas a principios de agosto. Llega enfermo de fiebre tifoidea y con los pies desechos por las úlceras. Una traición solo le dejará dos semanas más de vida.

“Morir por la Patria es vivir”

La existencia no es fácil en Santa Rosa de Cabaniguao. El periodista cubano Pedro Antonio García describe aquella situación y describe cómo “en el pequeño rancherío carecían de lo esencial, su principal alimento eran las nueces de corojo. Si caía en sus manos una iguana o una jutía, la sazonaban con el polvo elaborado con palma de manaca, cuyas flores, aseguraba el botánico Juan Tomás Roig, les servían de postre”.

Ante el agravamiento de la salud de Perucho, Isabel Vásquez le pide al soldado Luis Tamayo que busque ayuda. El hombre parte enseguida, pero las tropas españolas lo capturan, lo interrogan y él no solo delata la ubicación del héroe bayamés, sino que además se ofrece de guía. Un batallón enemigo los sorprende a todos al amanecer del 12 de agosto.

Según explica el historiador bayamés Aldo Daniel Naranjo, ante la sorpresa el enfermo le dice a su familia que lo deje solo, pero aun hay tiempo para ocultarlo y su hijo Gustavo, junto a Carlos Manuel y Ricardos de Céspedes —hijos del Padre de la Patria— lo cargan y lo llevan al monte. Allí queda al cuidado de Canducha y un sirviente nombrado Severino.

Perucho tiene sed y su hija se aparta para buscarle agua. “Le había dado un poco recogida, en una hoja, de gotas que caían de los árboles —recuerda la propia Candelaria—, y me disponía a llevarle más cuando el terrible grito de: «¡Alto! ¡Quién vive! ¡Viva España!» hirió mis oídos”. Aun casi moribundo, Pedro intenta defenderse pero su revolver se queda sin municiones. Intenta suicidarse con la espada, pero ni siquiera tiene fuerzas para ello. Los españoles lo capturan y amarrado lo envían a Jobabo.

Canducha se desmaya y queda sola en medio del monte. Despierta cuando casi anochece. “Poco a poco me di cuenta de lo que había pasado, y loca de dolor traté de salir fuera del bosque, lo que conseguí, tratando de encontrar las huellas que habían dejado los enemigos; pero nada encontré, entonces me volví al bosque y como llovía a torrentes me senté debajo de un árbol. Allí pasé la noche más cruel de mi vida”, recuerda.

Mientras tanto, la cañonera Alerta traslada a Perucho hasta Manzanillo. Desde ahí, el barco Astuto lo lleva hasta Santiago de Cuba. Junto a él van los mambises Rodrigo e Ignacio Tamayo —padre e hijo—. Todos llegan a su destino el 14 de agosto para enfrentar un tribunal militar que los acusa de traición.

Dos días después comienza el juicio y Perucho aparece en la audiencia sostenido por dos sirvientes de la cárcel. El 1º de septiembre de 1870 el periódico independentista El Demócrata, editado en Nueva York, publicó una extensa nota sobre aquellos días. En ella, ofrece una de las mejores descripciones del autor del Himno Nacional.

“Pálido y lánguido, y con una espesa barba canosa, el célebre prohombre de la revolución de Bayamo conserva todavía en su rostro, a pesar de sus profundas dolencias, ocasionadas sin duda por las privaciones y penalidades que ha debido experimentar en la vida accidentada de los campamentos, facciones distinguidas. Frente elevada y ancha, nariz aguileña, mirada penetrante e inteligente, elevada estatura; todo demuestra en el jefe insurrecto que era persona importante antes y después de la revolución de Yara”.

Perucho apenas deja hablar a su acusador. “Abreviemos esto, Coronel —le dice—. Soy abogado y como tal, conozco las leyes y sé la pena que me corresponde; pero no por eso crean ustedes que triunfan, pues la Isla está perdida para España. El derramamiento de sangre que hacen ustedes es inútil, y ya es la hora de que conozcan su error”.

Ante el estupor de la sala, el héroe no hace silencio: “Con mi muerte nada se pierde, pues estoy seguro de que a esta fecha mi puesto estará ocupado por otra persona de más capacidad; y si siento mi muerte es tan sólo por no poder gozar con mis hermanos la gloriosa obra de la redención que había imaginado y que se encuentra ya en sus comienzos”. No respondió más preguntas. Los tres patriotas fueron condenados a muerte.

A las seis de la tarde todos entraron en capilla. Y allí, sentado en el suelo, con las ropas sucias y los pies ensangrentados, Perucho volvió a lucir inmenso. Hasta él llegó un enviado del Conde de Valmaseda para ofrecerle el perdón a cambio de dejar las armas.

La respuesta de Figueredo estremece: “Diga usted al Conde que hay proposiciones que no se hacen sino personalmente, para personalmente escuchar la contestación: que yo estoy en capilla y espero que no se me moleste en los últimos momentos que me quedan de vida”. Su suerte estaba echada.

Ese mismo día le escribe a su esposa una carta de despedida. “Vive para todos nuestros hijos —le pide—, sobre todo para nuestra Ester, a quien le repetirás diariamente el nombre de su padre”. En medio de tanta soledad, Pedro no olvida a los suyos: “a mi Eulalia, a Pedro, a Blanca, Elisa, Isabel, Gustavo, Candelaria, Lucita, Piedad y Ángel que reciban mis abrazos y mi bendición”. Y a la esposa: “en el cielo nos veremos y mientras tanto no olvides en tus oraciones a tu esposo que te ama”.

Al día siguiente las cornetas españolas llamaron a formación a las cuatro de la mañana. A las seis ya todos los soldados estaban listos en el matadero de animales en espera de los reos. Dentro de la capilla, Perucho apenas podía caminar y ya esposado solicitó que le facilitarán un coche.

En el intento de burla final, sus captores le replicaron que tan cosa sería demasiado honor para un jefe mambí y le buscaron un asno. Otra vez Perucho los desarmó: “No será el primer redentor que cabalga sobre un asno”. El investigador cubano Eduardo Torres Cuevas resume aquellos minutos finales.

“Los 25 miembros del pelotón avanzaron hacia los sentenciados, quedando separados por dos metros de distancia. Cuatro soldados prepararon a los tres revolucionarios, los que quedaron listos, primero Figueredo y, posteriormente, vendaron a Rodrigo Tamayo, quien antes de que taparan sus ojos miró a su hijo y extendió las manos esposadas con el objetivo de bendecirlo. Este bajó la cabeza. Listos los detenidos, se escucharon las órdenes, una a continuación de la otra, hasta la de «fuego». Se produjo una descarga uniforme y los tres patriotas cayeron muertos".

Los restos de patriota bayamés reposan en el cementerio de Santa Ifigenia. Luego de su muerte la familia marchó al exilio, mientras que Céspedes caería en combate cuatro años después. En 1878 el Pacto del Zanjón puso el final triste a una década de sangre y sacrificios iniciada por ellos.

Sin embargo, la vida de Perucho, la fuerza de cada uno de ellos, trascendió el tiempo. Nadie como José Martí para resumirlo todo: de la mano de un himno y un ejemplo, Perucho también “alzó el decoro dormido en los pechos de los hombres”.

 

 

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